Súcubo indolente del recuerdo, que viola la privacidad de mi noche
solitaria. Que susurras en mi oído... Triste la anécdota de aquel qué insomne,
sueña con ojos abiertos volver al pasado, que también fue solo un sueño diurno,
al menos, esa madrugada.
La bufanda daba vuelta a mi cuello, pero no era la bufanda la que me
ahorcaba esa noche, era el deseo, la incertidumbre, cómo cuando un niño desesperado
abre un obsequio y no tiene cuidado en el empaque.
Eras tú, el nudo en mi garganta.
Ganas de escuchar tu voz, de oír a la eternidad y el abismo que deseo,
aceleré a tope el motor del Toyota, gruñía sofocadamente, había que ganar tiempo,
había que ir y regresar... Ella dormía, yo soñaba despierto y la carretera me
quedaba chica, al menos ese día.
Metí los pies en el mar, la playa estaba aún tibia, no quise para ver
para atrás, temía estar solo. Cada ola golpeó mis piernas, cada sonido invadió
mis oídos, con el último de mis anhelos extendí la mano buscando otra mano. No
había ocultas intensiones, nada está actuado o ensayado, era la pulcritud del
que ansía con su vida, consumar la realización de un anhelo.
Cómo el sol cuando brilla y alumbra y no piensa
que lo está haciendo. Qué sencillo era el diario vivir, quisiera saber de nuevo
que se siente. (Estar vivo).
Jadeaba la madrugada, el susurro del vientecillo acariciaba la ventana
barata que exponía un paisaje tan caro como el paraíso mismo. Y la sábana
blanca, hacia esfuerzos incomparables con tal de cubrirnos a ambos, aunque con
mi calor bastara y sobrase, al menos, esa madrugada.
¿Y si era un sueño o pesadilla? O acaso introversión del abismo...
Porque si no era real, yo tampoco existía y esta noche de insomnio es solo un
cuadro sin lienzo, sin imagen, sin por qué.
Hay relojes que siguen marcando las mismas
horas, aunque por ellos hayan pasado ya años; al menos,
esa madrugada…