Cuando desperté esa mañana lo comprendí por
completo, me había suicidado. Pero no me mal entienda usted. No había acabado
con mi existencia; no del todo.
Había matado solamente algunas
cosas. Importantes por cierto, pero desconocía su importancia hasta esa mañana
en que descubrí que me había suicidado.
Soy de esos tipos existencialistas,
atormentados por sus paradigmas. Ahogado en libros, en vino y enamorado del
amor peyorativo. Por eso me pareció sensato el suicidio. Por ejemplo puedo
decir que murió la mirada tenaz que me acompañaba en los atardeceres rojo-naranja
del verano, o que había muerto el gusto estético por lo brillante.
Puedo decir a ciencia cierta que había
desaparecido de mí, había muerto, entiéndase el rubor placentero de un beso
previo a dormir o la tasa de té de manzanilla para el dolor, se había suicidado
el pan tostado con bleu cheese en el
horno, había desaparecido la canción aquella que no me aburría nunca aunque
sonaba de día y de noche.
Se había suicidado el amor en la cama. Había
muerto el hola. Es factible, incluso razonable pensar. Yo sé. Hay algo
insoportable en el azar. Si, lo entendía a la perfección me había suicidado y
ciertas ganas de encontrar un rostro, o el impulso de abrir la ventana ya no
estaban. Me hacían falta maullidos de gatos perdidos y ventiscas de playa
solitaria. Era lógico, al morir Yo, al suicidarme Yo en esa parte, el
apasionamiento por la espera y la constante profanación de lo cotidiano se
habían extraviado de mi atuendo, de mis colores faltaban algunos cuantos, de
mis sonidos solo los de gratitud, de mis miradas furtivas las más amables, de
mis labios el calor de un beso verdadero.
Un susurro.
Una vela, un libro que
quise regalar, una canción algo desesperada.
Claro, se habían suicidado y Yo con ellos,
tantos momentos...
Unos ojos, unos labios, la poesía comprometida,
un Te Amo, había luto en todo mi Universo ahora a medias. Tuve melancolía por
un mínimo instante pero recordé que entre la hecatombe, el arrepentimiento
también yacía junto a la corbata azul de su fiesta. Junto al saco negro de
compañía, junto a la camisa de regalo que me dio un día. Si de verdad créame,
había muerto, lo intuía en mi ahora media humanidad, era un suicida en mis
escuetos intentos por narrarlo como siempre lo hubiese hecho, faltaban las
ganas de la guitarra, la retórica y las pláticas de alcoba, no halle la mano a
que sujetarme y su consecuente deseo de no soltarle nunca.
Cuando desperté esa mañana lo
comprendí por completo, me había suicidado. Pero no me mal entienda usted. No
había acabado con mi existencia; no, no del todo. Había matado solamente
algunas cosas.
Estas libre de mis cadenas, estoy ya náufrago tras tu tormenta. Somos
al fin libres. No como quisimos un día; pero libres al fin... Ahora solo quedaba este Yo, este Yo
a medias, el que en días vivos y brillantes era totalmente suyo.
Me había Suicidado.
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